Hacia el diagrama de fugas. Parte I

En el mundo de la dramaturgia existen teorías estéticas que atraviesan la historia, consolidando la manera de escribir el relato dramático y, por ende, el relato estético. La deriva de este relato estético es, sin duda alguna, un cuadro perfecto para comprender a las sociedades donde se gestan esas teorizaciones.
La Poética de Aristóteles (384–322 a.C.) nos habla del artificio para construir de la mejor manera un drama, de modo que logre identificarse el mayor número de espectadores (Poética, ca. 335 a.C.). Elementos fundamentales como la peripecia (peripeteia), la dianoia (pensamiento reflexivo), la anagnórisis (reconocimiento), el pathos (emoción dolorosa), la mímesis (imitación), la kátharsis (purificación emocional), la hybris (desmesura) y la hamartia (error trágico)1 —todos ellos articulados con un exquisito trato al proceso de imitación de las acciones humanas— creaban un reflejo vivísimo de lo que la polis griega demandaba. Podemos concluir que la sociedad helénica era una sociedad cuya normalización se articulaba a través del temor, la compasión, los engaños, las desgracias, el gusto por la ironía, el sabotaje constante al otro (piénsese en Aristófanes [ca. 446–386 a.C.] ridiculizando a los filósofos en Las nubes, 423 a.C.)… Esta amalgama de sentimientos configura el caldo de cultivo ideal para dramaturgias efectistas con un claro contenido de superstición y religiosidad latente (Vernant y Vidal-Naquet, Mito y tragedia en la Grecia antigua, 1972).
Piénsese ahora en el periodo romano. En esa necesidad estética del Imperio por tornar lo simple en algo descomunal. En ese alejarse de la realidad con el objetivo de crear un asombro que muestre un poder terracelestial (es decir, terrestre y divino) a la altura de los dioses. Una megalomanía que conmueva, alejada de generar una tendencia del espectador hacia la mímesis. En Roma nos enfrentamos a una desactivación de la mímesis aristotélica. Podríamos decir que asistimos a un gusto por lo frívolo y lo estrambótico. No es necesario que el espectador se identifique; basta con que se conmueva, que ría a carcajadas o que literalmente «se mee en su asiento». Todo debe ser impactante. De ahí que resulten de especial interés la sátira (como la de Juvenal, ca. 55–127 d.C.), la comedia de Plauto (ca. 254–184 a.C.) y Terencio (ca. 195–159 a.C.), el circo o las naumaquias (representaciones de batallas navales). No importa tanto la fidelidad a la realidad como el efecto de conmoción. El Arte poética (Ars poetica, ca. 19 a.C.) de Horacio (Quinto Horacio Flaco, 65–8 a.C.) se escribe desde esta sensibilidad estética centrada más en la ornamentación formal que en la catarsis emocional.
Más tarde, pasamos por un largo periodo de hibernación escénica (siglos IV–X), durante el cual el espacio teatral queda relegado al ostracismo del tiempo y del uso. Las religiones monoteístas —cristianismo, judaísmo e islam— prohibieron la fiesta profana, controlando con rigor el sentido estético y festivo de las comunidades. Sin embargo, en la Plena Edad Media (siglos XI–XIII), comienzan a darse dos fenómenos paralelos en los territorios cristianos:
Por un lado, pequeños grupos comienzan a representar piezas lírico-poéticas en plazas o mercados, mostrando una gran destreza para entretener a pueblos enteros con espectáculos de magia, malabarismo, canto, danza y declamación. Los artistas itinerantes —juglares o ministriles— se ganaban la vida a cambio de comida, cobijo, prendas o, eventualmente, dinero (cf. Zumthor, La letra y la voz, 1987).
Por otro lado, la Iglesia, enfrentando el analfabetismo generalizado, comienza a dramatizar pasajes de la Biblia para hacerlos accesibles al pueblo. De este modo se originan los dramas litúrgicos (quem quaeritis, ca. siglo X), concebidos para transmitir lo sagrado y generar lo que Rudolf Otto (1869–1937) denominó en Lo santo (Das Heilige, 1917) como mysterium tremendum et fascinans: una experiencia estética y emocional que mezcla temor reverente y atracción por lo divino.
Recapitulando: por un lado, tenemos la manifestación de artistas callejeros al servicio del entretenimiento y la comedia. [Contestémonos honestamente: ¿alguien cree que una sociedad medieval, empobrecida, expuesta al frío, sometida a los caprichos de los señores feudales e infectada por epidemias —véase la peste negra en 1347—, buscaría como entretenimiento una tragedia? Sigamos.]
Por otro lado, la manifestación del mysterium tremendum et fascinans a través de la herramienta escénico-religiosa y sus efectos sobrecogedores: fuegos, instrumentos de cuerda que hacían volar figuras, apariciones espectaculares, sonidos guturales, campanas… ¿No configuran ambas líneas, tratadas de forma paralela, un compendio estético tan potente que nos permite visualizar el modo de vida, el verdadero sentido, la colorida evocación ascética de la Edad Media? Esta tesis coincide con el análisis teatrológico que confirma las ideas de Johan Huizinga (1872–1945) en El otoño de la Edad Media (Herfsttij der Middeleeuwen, 1919), donde se describe el mundo medieval como profundamente simbólico, emocional y ritualizado.
Antes de continuar, detengámonos un momento y consideremos la caprichosidad del destino: lo que para la Iglesia fue inicialmente una herramienta de evangelización —la dramatización de lo sagrado— terminó siendo el germen de la resurrección del ostratos espacial (es decir, del edificio teatral como espacio escénico). Se le devuelve al teatro su condición de lugar estético, sagrado y profano al mismo tiempo. Pronto, los juglares tendrán donde interpretar más allá de las plazas y mercados, consolidando así la semilla de una nueva institucionalización escénica.
Comienzan los primeros pasos hacia este Dasein —en el sentido heideggeriano de «ser-en-el-mundo» (cf. Ser y tiempo, Martin Heidegger, 1927)— más allá de la posmodernidad…
Continuará.

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